Ficha limpia: demagogia anticorrupción

11 de diciembre, 2024 | 23.12

Cuando se condena a un funcionario por haber cometido un hecho de corrupción, la pena establecida por el Código Penal incluye la futura inhabilitación para ejercer nuevos cargos. El proyecto de ley de “Ficha limpia” apunta a que, desde el momento de la sentencia, o su confirmación en Cámara, según las distintas propuestas legislativas, alguien que haya sido condenado por un hecho de corrupción no pueda presentarse a elecciones. Es decir, antes de que la condena quede firme, con la sentencia definitiva fruto del respectivo fallo de la Corte Suprema, una de sus consecuencias -la inhabilitación- ya sería aplicable.

Desde el sentido común, también desde una perspectiva de ética pública, el proyecto parece tener su lógica. Para ser condenado, debieron pasar diversas etapas -y personas- que, se supone, analizaron la veracidad de los hechos y la prueba recopilada, ello hasta alcanzar un grado de certeza tal que amerita una condena. Se supone que, en este tipo de procesos, se trabaja con especial responsabilidad, con objetividad e independencia.

Si a eso le agregamos la existencia de una eventual confirmación por parte de la Cámara revisora, entonces podríamos decir que hay un altísimo grado de certeza respecto a la comisión de hechos graves, que afectan la confianza pública, dañan el patrimonio colectivo, erosionan las instituciones y son de especial interés para la política criminal.

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Hablamos de hechos que dañan bienes jurídicos de enorme trascendencia para la democracia. “Ficha limpia” importaría evitar que una persona, condenada en juicio justo por haber cometido este tipo de delitos de especial gravedad, quede imposibilitada de competir electoralmente. De ahí la justificación para que la condena, aún antes de que llegue a tener su plena confirmación adquiriendo el carácter de cosa juzgada, la cual puede llegar o no, ya tenga alguna implicancia para la vida institucional y política. Ello ocurriría, incluso, a sabiendas del roce que se daría con las garantías constitucionales, principio de inocencia, y el derecho electoral a elegir y ser elegido.

Hasta aquí, el clásico caso de derechos y garantías en pugna. Pueden existir argumentos válidos a favor de una u otra posición. Sin embargo, en un contexto en el que muchos jueces y fiscales practican un encolumnamiento partidario evidente, o se someten a la presión de grandes medios de comunicación, mantienen una promiscua vinculación con poderosos empresarios o miran encuestas antes de resolver y, fundamentalmente, todos trabajan sin los más elementales controles sobre su propia integridad, es realmente peligroso que a cualquier candidato le apliquen una condena -anticipada- para sacarlo de la competencia electoral. Dicho de otro modo: los jueces no solamente administrarán el poder jurisdiccional, sino que, además, ejercerán facultades electorales de forma directa.

Hay un antecedente que debiera alcanzar para apreciar lo peligroso de esta iniciativa. En Brasil, el ex juez Sergio Moro, otrora referencia en la lucha contra la corrupción para grandes actores económicos y mediáticos, antes de aceptar ser el ministro de Justicia de su principal competidor, sacó del juego electoral a Lula da Silva con una sentencia que luego fue revocada por la Corte Suprema.

De los actores institucionales, el Poder Judicial está entre los más desprestigiados. La confianza en la justicia llega casi al piso. La sociedad percibe una lógica corporativa en su funcionamiento, incapaz de la más mínima revisión de inconductas en sus entrañas. La administración de justicia ha escapado sistemáticamente a cualquier control de los otros poderes pero tampoco ha implementado sustanciales políticas de auto-control.

Para tener una idea, la Corte Suprema en la primera acordada del año 2000 entendió que la Ley de Ética Pública, sancionada unos meses antes, les resultaría ajena pues no debía afectarse su independencia con ningún tipo de control extra poder. Desde esa fecha hasta ahora, ese criterio se mantuvo incólume. Así, varios aspectos de la Ley de Ética quedan reservados exclusivamente para el Poder Ejecutivo. Por caso, a las declaraciones juradas de jueces y fiscales no las analiza nadie, la resolución de eventuales conflictos de intereses ocurre según el antojo de quien sea recusado y, por ejemplo, nunca se registran los regalos que se reciben ni las audiencias que se otorgan.

Esta semana, vimos como el fiscal federal Ramiro González (de aquellos que tienen competencia para investigar importantes casos de corrupción) publicaba un video de su ostentosa fiesta de cumpleaños. Lo que hace ruido ya no es la idea de un gasto exuberante que tal vez cueste explicar, lo que llama la atención es la impunidad de un funcionario público que sabe que nunca nadie jamás le pedirá que rinda cuentas de nada.

Jueces y fiscales se escaparon de la Ley de Ética Pública y de cualquier control sobre su patrimonio. Las sucesivas causas que los tienen como investigados por hechos de corrupción (Novo, Vento, por ejemplo), o condenados (Reynoso, Melazo, por caso), estarían dando cuenta que es indispensable revertir esta situación.

Aunque nace de otra ley, está vinculado a la cuestión: los pedidos de información pública que se reciben en el Poder Judicial se contestan a discreción, si tienen muchas ganas de hacerlo. La transparencia activa no existe y elementales principios éticos como la igualdad de trato o la inexistencia de privilegios no son temas en la agenda judicial.

“Ficha limpia” nos pone en una disyuntiva: ¿Estará bien dejar la democracia en manos del menos democrático y el menos transparente de los poderes? ¿Alguien piensa que aquello que hoy se resuelve a favor de nuestra simpatía política no será exactamente a la inversa cuando los tiempos cambien?

Suponiendo que la idea no fuera proscribir a nadie. Pensando que existe un genuino interés en enfrentar la corrupción. “Ficha limpia” ¿es la mejor alternativa? Claramente no. Hay un amplísimo consenso internacional respecto de dónde poner el foco. El caso Argentina fue analizado en sus políticas anticorrupción por un equipo de especialistas de OCDE, de los más reconocidos del mundo, en el año 2019, en pleno auge de las rimbombantes acciones que Laura Alonso, entonces a cargo de la Oficina Anticorrupción, llevaba adelante en Comodoro Py.

Las conclusiones del informe de OCDE son contundentes: Argentina debe implementar acciones preventivas, con un enfoque sistémico, integral, cruzado por la utilización de la tecnología, la articulación de los organismos de control que hoy funcionan sin coordinación, incorporando al sector privado (el otro jugador clave en el partido de la corrupción) y fomentando la participación de la ciudadanía. Además, el equipo de OCDE señaló, especialmente, dos cosas: la falta de políticas de integridad en el Poder Judicial y la debilidad estructural para atender los conflictos de interés, ambas cuestiones de rigurosa actualidad. A nada de esto apunta ”Ficha limpia”.

Pero para muchos de quienes impulsan “Ficha limpia”, la única política anticorrupción posible es que Cristina Fernández de Kirchner vaya presa. Ahí empiezan y ahí terminan las acciones para enfrentar la corrupción.

Si alguien quisiera una discusión seria sobre la corrupción haría cualquier otra cosa menos promover esta ley, que apunta a tener consecuencias sólo en una franja de tiempo (entre la sentencia de Cámara y la de Corte) y para un minúsculo grupo de personas (las condenadas). Así, un análisis del escenario se presenta bastante claro. Entre quienes impulsan la ley, el propósito no es accionar contra la corrupción, sino tal vez quitar a alguien de la disputa electoral o bien apropiarse del discurso de la transparencia con fines estrictamente personales y políticos. Demagogia anticorrupción.

¿Qué podría hacer el Congreso para enfrentar el flagelo de la corrupción? Sancionar una nueva Ley de Ética e Integridad Pública. Incorporar al sistema de controles a jueces y fiscales y robustecer los muy laxos que ya existen para los legisladores. Establecer reglas más estrictas para los casos de conflictos de interés. Sumar nuevas responsabilidades al sector privado. Implementar y mejorar, con la sanción de una norma, iniciativas preventivas que ya están funcionando.

Pero nada de esto ha pasado. Se llenó de humo el salón, otra vez. Los supuestos republicanos, mientras acuerdan leyes con lobby a cielo abierto por parte de empresarios inescrupulosos, gritan y hasta lagrimean en cámara una impostada indignación contra la corrupción. Y mientras eso pasa, el peronismo mudo, otra vez. Sin agenda propia en un tema que se encuentra, desde hace años entre los tres o cuatro que más les importan a los argentinos. Escondiendo la cabeza, como el avestruz, esperando que pase el temporal o aparezca un nuevo hecho escandaloso, lo cual no siempre ocurre. Como si no hablar del tema permitiera esquivar las consecuencias de un tema que se volvió tabú: la corrupción.

El discurso de la diputada nacional del PRO Silvia Lospennato en el Congreso cuando, al borde las lágrimas, veía que se incumplieron las promesas que le hicieran sobre aportar quórum para el proyecto de “Ficha limpia”, cumplió con todos los clichés de los discursos anticorrupción. Luego de ello tuvo un llamado del presidente Milei prometiendo que el proyecto no había muerto y a la distancia se abrazaban juntos. La conversación se publicaba al día siguiente en los grandes medios de comunicación. Mientras eso pasaba, el senador –autodefinido como oficialista- Edgardo Kueider planeaba un nuevo viaje a Paraguay para cruzar plata no declarada. Porque, sabemos, el tero pone los huevos en un lugar y grita en el otro.