¿La felicidad? Ja, ja, ja

En la previa de las fiestas, cuando la felicidad se repite como consigna obligatoria, una mirada feminista aguafiestas vuelve a preguntar qué se celebra y quiénes quedan afuera. Entre optimismo cruel, precarización y afectos compartidos, pensar otra felicidad posible se vuelve un gesto político.

23 de diciembre, 2025 | 19.17

¿Cuántas veces es posible desear “felicidades sin que ninguna imagen real acuda a la imaginación más que un chocar de copas, un pan dulce, una foto publicitaria que no se parece a nadie en particular? Ese saludo automático en la previa de las fiestas —aun con su semilla de deseo genuino— funciona como contraseña obligatoria aun sabiendo que la mención no alcanza a producir eso que nombra. No basta decirlo para que exista. A veces, desear felicidad sin mirar a quién puede ser es como arrojar un filo a la mano que pide ayuda. Las intenciones pueden ser buenas, pero la felicidad empaquetada está cargada de condiciones, exclusiones y silencios.

Las feministas cargamos con ese sino de señalar lo que incomoda. Somos las que fruncimos el ceño cuando la carcajada en la mesa festeja un chiste racista; las que se pasan de rosca cuando contestan mal a la pregunta incómoda de la abuela. Somos las aguafiestas. Las que venimos a arrugar la palabra felicidad, a sacarle maquillaje y brillo, a dejarla expuesta, ajada de tanto insistir. Una felicidad, en todo caso, al alcance de los dolores que la rodean. No la de la pantalla ni la de las redes, sino una que no entra en ninguna publicidad de supermercado: familias blancas, sonrisas prolijas, clase media no empobrecida, cuerpos que nunca pisan una guardia de hospital público, vidas donde el malestar siempre parece un accidente individual y nunca un problema político. Esa felicidad es un paquete vacío, como los regalos que adornan los arbolitos de los shoppings.

La feminista aguafiestas —dice Sara Ahmed, que hizo de esa figura un manifiesto— no rechaza la alegría: rechaza que la felicidad funcione como mandato. Sonreír, agradecer, brindar, incluso —y sobre todo— cuando el mundo se desmorona. Porque esa felicidad prometida como sentimiento privado es una norma emocional, una tecnología de gobierno que ordena qué vidas merecen ser celebradas y cuáles deben cargar con la incomodidad de no encajar en la postal.

Durante años, madres y padres bienpensantes —madres y padres progresistas a quienes queremos— lloraron frente a la salida del clóset de sus hijes. No porque creyeran que ser gay, lesbiana, trans, travesti o no binarie estuviera mal, sino porque “el mundo es cruel” y lo único que desean para unx hijx es que sea feliz. Así se vuelve invisible la norma: cuando aceptamos que hay cuerpos para los que la felicidad está vedada. Y que, en lugar de cambiar el mundo, convendría cambiar el cuerpo.

La felicidad que se vende en diciembre —entre nieve falsa y comidas hipercalóricas en pleno verano, si es que hay algo para poner en la mesa— es una promesa estandarizada. Ahí aparece con nitidez lo que Berlant llamó optimismo cruel: el apego a una idea de bienestar que no sólo es inalcanzable para la mayoría, sino que además nos responsabiliza por no alcanzarla. Si no sos feliz, algo hiciste mal. No te esforzaste. No te adaptaste. No elegiste bien. ¿De qué otra cosa se habla en las grandes mesas navideñas sino de cuánto tenés, qué lograste, qué acumulaste?

El resto conviene dejarlo fuera de la mesa: el malestar frente al mal gobierno, los duelos ajenos, los muertos lejanos, los genocidios que no entran en la sobremesa, los despidos que no son propios, la violencia policial cotidiana, la precarización naturalizada. No mires. No preguntes. No arruines el clima. Es Navidad.

¿No sos feliz? Tal vez sea porque perdiste. Porque otro ganó. Porque el éxito siempre necesita un perdedor. La felicidad funciona como objeto conservador: se acumula, se exhibe, se compara. Y en ese juego vuelve el bullying, la burla, la pedagogía del sacrificio: algo hiciste mal, algo te faltó. Cambiá esa cara. La tristeza es sospechosa. Nadie quiere contagiarse melancolía. No seas aguafiestas.

Pero hay otra felicidad. No brillante, no eficiente, no vendible. Una felicidad rara, precaria, inapropiable. No la que se promete, sino la que aparece. No la que ordena, sino la que desobedece. La que no depende de llegar a ningún lado.

Pienso en una amiga que atraviesa un tratamiento duro contra el cáncer, en este mundo cada vez más punitivo, convencido de que algunas vidas valen menos que un celular, menos que el déficit cero, menos que las que pueden blanquear capitales sin explicar su origen. Mi amiga tiene miedo de morir. Y cómo no: este año no sólo se enfermó, también perdió su trabajo, esperó una cirugía que llegó tarde y ahora viaja horas en un transporte público cada vez más caro para sostener un tratamiento diario.

Me encantaría decirle que no tema, que cada minuto cuenta, que la vida se ilumina cuando se sabe finita. Creí haber aprendido eso hace treinta años, cuando un diagnóstico de VIH positivo era una condena. Hoy ya no sé cómo decirlo. Es demasiada la destrucción del lazo social, demasiada la insistencia necesaria para no quedar atrapadas en el sálvese quien pueda.

Hoy sólo puedo decirle: cuando te mejores —porque te vas a mejorar— salgamos a desobedecer juntas. Aunque sea en fantasía. Soñemos con robar un camión de caudales y hacer llover dólares sobre cada pelopincho de la vereda. Deseémonos rebeldía en lugar de la felicidad que nos venden. No porque eso garantice algo, sino porque ahí, en ese instante, hay vida.

Como escribió Heather Love, los afectos difíciles no son un obstáculo para la vida en común: son su materia prima. La política no nace de la plenitud, sino de la fragilidad compartida. La lucha colectiva no siempre gana, no siempre alcanza, no siempre produce resultados. Pero produce algo igual de vital: un punto de calor, una insistencia, un seguimos.

Podemos ser felices en la inestabilidad porque la estabilidad nunca fue nuestra casa. Podemos ser felices sin imagen de futuro porque esa imagen siempre fue un privilegio. Nuestra felicidad —si existe— no es una promesa ni un destino: es un movimiento. Una compañía. Un plural que, por momentos, tiene sentido.

En un mundo que insiste en vendernos felicidad envasada, quizás el gesto más radical sea inventar una propia. No dura. No se acumula. Pero mientras aparece, mientras vibra, mientras nos encuentra, no sólo alcanza: desborda.