Hay dos temas del debate público que deberían estar agotados. O dicho de manera más directa, que ya aburren. Uno es el de la irrupción de Javier Milei, el de las razones de sus sucesivos triunfos electorales. El otro es el del peronismo, el del estado de la oposición nacional y progresista, por llamarla de alguna manera. Sucede que por estos días se cumplen dos años de la asunción del nuevo gobierno, es decir la mitad del mandato, ese mismo que en diciembre de 2023, “no pasaba el verano”. Y dos años es un tiempo más que suficiente para haber alcanzado alguna síntesis.
Mientras políticos y politólogos se entretienen en cuestiones diletantes como el auge global de las nuevas derechas o el impacto de redes y algoritmos en la construcción de las nuevas subjetividades, desde la economía suelen preferirse los análisis más inmediatamente materiales, como por ejemplo hurgar en los mecanismos que están por detrás de los procesos sociales.
Desde esta perspectiva, Milei fue el producto directo del deterioro del gobierno del Frente de Todos cuyo efecto principal fue la alta inflación cotidiana, especialmente agravada en 2023. Pero no se trata aquí de repetir la explicación agotada, sino de dar el paso siguiente, el que va de la síntesis a la construcción de una propuesta superadora. El nuevo punto de partida, la enseñanza eterna, el principal aporte de la mala experiencia del presente, es que la inflación siempre importa y que ello es así porque afecta especialmente a los sectores de más bajos ingresos.
El endeudamiento heredado del macrismo preanunciaba un contexto desfavorable para cualquier gobierno que lo sucediese. En 2019 era evidente que, en una economía altamente endeudada y estancada desde 2011, sería muy difícil volver a la situación de distribución del ingreso de la etapa de auge de la primera década del siglo. La recuperación de la producción es siempre un proceso de mediano plazo, un dato comprendido por las mayorías. El “rechazo a la casta” no nació por la demora en la recuperación del ingreso, sino por el vértigo que en los asalariados produce la suba persistente y generalizada de precios.
Los nuevos puntos de partida
Recuérdese, por ejemplo, que la principal propuesta opositora a mediados del macrismo fue reordenar una vida económica que se había desordenado, lo que en su momento constituyó una muy atinada lectura de la realidad. Las mayorías no ansiaban la revolución, solo vivir tranquilas, que no les desordenen la vida. Parece claro que, en adelante, la estabilidad macroeconómica no deberá considerarse más como “una preocupación de la derecha”, sino como un punto de partida innegociable de cualquier programa “nac & pop”. Adicionalmente, existe un paso técnico altamente correlacionado con la estabilidad, que es la recuperación de la moneda, otra tarea indispensable.
Si la consolidación de una estabilidad macro real y la recuperación de la moneda son el primer punto de cualquier programa, el segundo es el desarrollo productivo. La administración libertaria dejará dos herencias principales, una profundización del endeudamiento y una desarticulación productiva con destrucción industrial. El panorama local en la materia es algo extraño. Los únicos que reivindican las políticas industriales no son los industriales, que por lo general y por ideología militan, sostienen y apoyan a gobiernos neoliberales anti industria, esos que repiten urbi et orbi que “la mejor política industrial es que no haya política industrial”, sino los economistas heterodoxos, o progresistas, o del campo nacional. No hay consenso ni en el nombre.
Siempre en general, las demandas de los industriales no suelen distinguirse de las del resto de los empresarios, legislación laboral más flexible, bajas de impuestos, protección y reservas de mercado. Lo de siempre. Las políticas integrales de desarrollo productivo, como las que llevan adelante los países capitalistas exitosos, democráticos al estilo occidental o no, les parecen “comunismo”. En síntesis, la paradoja es que a los industriales suele irles mejor con los gobiernos que detestan y los economistas de estos gobiernos detestados son los únicos que defienden las políticas industriales. Parece todo muy cuesta arriba.
Cómo superar el estrago libertario
La semana que pasó, en un cónclave empresario convocado por un medio de comunicación, el Presidente Milei repitió la fábula infantil del discurso aperturista, la noción de que la apertura da lugar a una oferta de bienes más baratos y a la “destrucción creativa” de empresas. Según esta perspectiva la destrucción de empleo en el corto plazo por desaparición de la producción nacional resultaría compensada en el mediano plazo por nuevas empresas y nuevos empleos, mejores y más eficientes. Vale recordar que el único laboratorio de la economía es la historia, y que la experiencia histórica de los procesos locales de apertura indiscriminada, durante la última dictadura, el menemismo y el macrismo, no generaron ningún proceso virtuoso.
Se agrega que la “destrucción creativa” de la que hablaba el economista Joseph Shumpeter como característica de la dinámica capitalista se producía por los procesos de innovación, no de apertura. El aperturismo bobo de la derecha anti industrial local solo se traducirá, como ya lo hizo en el pasado, en caída de la producción y el empleo de calidad, el gran talón de Aquiles de esta clase de modelos. En consecuencia, un futuro gobierno que herede a la actual administración deberá ofrecer un programa viable de desarrollo productivo.
Finalmente, como nota al pie, se destaca que a partir de la reforma constitucional de 1994 y la “ley corta” emergente, que transfirió la propiedad de los recursos naturales, del subsuelo, a las provincias, se consolidó progresivamente una situación de dispersión del poder que interfiere en el diseño de políticas productivas nacionales. El nuevo mapa de ganadores y perdedores es el de una atomización entre provincias ricas con minería e hidrocarburos, la franja agropecuaria central y el resto del país, incluidos los grandes conurbanos que se verán cada vez más afectados por la contracción industrial. Cualquier programa de desarrollo productivo deberá incorporar al federalismo post 1994 como “problema”.
La pregunta restante es por el sujeto del programa opositor. Es la pregunta por qué es primero, si el programa o la construcción de un nuevo liderazgo. Una respuesta provisoria es que no es verdad que la oposición no tenga programa. De hecho, al interior del movimiento conviven programas diferentes y probablemente incompatibles entre sí, el cooperativismo popular asistido y pre capitalista de los movimientos sociales, la reivindicación de un estado productor con controles cambiarios y de precios del núcleo duro cristinista, y la visión simplificada que se plantea aquí sobre estabilidad macro con desarrollo productivo. Lo que realmente falta, entonces, es un liderazgo dominante que ordene y elija la opción de síntesis que se le ofrecerá a una sociedad que, antes o después, necesitará superar los estragos de la experiencia libertaria.
