Las virtudes políticas de Javier Milei están atadas a su condición. El outsider que llegó a presidente en tiempo récord fue durante años un marginal despreciado por la ortodoxia económica y la derecha tradicional. No tenía ni tiene nada que perder. A caballo de la ceguera de los que lo antecedieron en el fracaso, Milei detectó con precisión las señales de hartazgo que la sociedad enviaba a un sistema político endogámico, impenetrable y sordo. Así creció. Primero, se benefició del mal cálculo que hicieron los políticos que pretendieron utilizarlo en beneficio propio, sin pensar que estaban dándole de comer a un monstruo que los iba deglutir. Después, decidió avanzar de entrada con un plan de ajuste de shock que estaba legitimado por el descontrol inflacionario, lo más parecido a un bombardeo masivo sobre una población indefensa. Lo hizo porque tenía la anuencia de una población sometida a un estrés múltiple, el mandato del mercado y el apoyo del poder económico, pero también por lo que vio.
El principal acierto del presidente fue haber leído en la cara de la política la profundidad de una derrota, muy previa al resultado del balotaje de 2023. Milei se dio cuenta de que sus minorías legislativas eran casi un detalle porque el sistema político que lo incubó en su descomposición podía convertirse sin traumas en su principal aliado. Los humilló, los alquiló y, finalmente, los convenció. Con esa victoria, encolumnó a los actores de poder que habían apostado durante más de una década a un peronismo del orden y creían que alguien como Milei no iba a poder gobernar. Los empresarios que fueron sus sponsors tienen acciones en el gobierno y los escépticos de ayer hoy están entre los ganadores del modelo que piden perdón en privado, según reveló hace algunos días Luis Caputo.
En el ejercicio del poder, Milei combinó dos elementos que por supuesto no inventó. Apenas los adaptó a la realidad argentina. La batalla cultural y la ofensiva permanente contra sus enemigos entró en un maridaje con la hiperconcentración de poder. Todo lo maneja el triángulo que conforma con Santiago Caputo y Karina Milei. Con Victoria Villarruel marginada desde el primer momento, Milei delegó la coordinación de gobierno en Caputo y la misión de armar un partido nacional en su hermana. Puros o conversos, todos los demás son fusibles y están en disponibilidad.
El informe del Observatorio de las Elites que elaboraron Ana Castellani y Pablo Salinas pone en números la concentración de poder y destaca la expansión inusitada de la estructura del área de Presidencia, que pasó en un año de 4 a 8 secretarías y de 12 a 17 subsecretarías, algunas con más de 50 cargos de función ejecutiva. En paralelo y como parte del mismo ejercicio, Milei echó a 67 funcionarios en 12 meses, uno cada 5 días. Entre las razones de semejante purga interna, la improvisación y el amateurismo quedan diluidas detrás de la política de disciplinamiento. Todos los horrores de la gestión fueron transformados por el brazo armado de Milei en parte de la campaña “nadie puede sacar los pies del plato”. Fue la forma de ordenar el caos y las tensiones entre las distintas facciones de derecha que compiten por tributar bajo el paraguas de Milei.
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El modo de ejercer el poder también se expresó en la decisión de fumigar cualquier competencia que pudiera opacar su liderazgo. El ataque a Villaruel, la licuación del PRO, el boludeo a Macri, la denuncia de los tibios del extremo centro y la artillería contra la derecha prelibertaria que forma parte del establishment y Milei incluye en el diccionario de sinonimos de la casta: econochantas, periodistas ensobrados, empresauiros, sindigarcas, todos los que cuestionan sus formas -no el fondo- y no se le subordinan. Así se quedó con el monopolio de la derecha en un país donde la derecha está acostumbrada a mandar y se convirtió en el interlocutor de la alt-right global que acaba de fortalecerse con el triunfo de Trump.
Inspirado en la transformación menemista y el atraso cambiario que le permitió comprar tiempo en un esquema insostenible, Milei encontró al final de su primer año de gobierno lo más parecido a la estabilidad que pudo lograr, después de meses de idas y vueltas interminables. Lo pudo hacer porque traicionó sus consignas de campaña y mantuvo el control de cambios como viga maestra de su precario andamiaje.
La baja de la inflación y el aumento en términos reales de la Asignación Universal por Hijo fueron las únicas dos señales que el gobierno dio a la clase media que se cae a la pobreza y los sectores populares. Es una compensación ínfima en medio de una recesión brutal, que incluyó la caída de consumo y la destrucción de empleo, producto del derrumbe en la industria, el comercio y la construcción. Pero es también lo que le permite soñar con una alianza de clases como la que edificó Menem en su tiempo de auge. Un año después, queda claro que Milei no es un loco sino un vindicador del mercado, dueño de una brutal racionalidad. Es cierto que su modelo avanzó más de lo que se preveía, pero también que tiene pies de barro: está pensado en función de enamorar a los acreedores externos y necesita el sacrificio prolongado de 25 millones de argentinos. La ventaja de este presidente es que se mueve como si no tuviera miedo al fracaso. Está dispuesto a inmolarse para cumplir con su misión: extremar la libertad de los héroes que vino a representar.