Oligopolios y fuga: cuando los malos diagnósticos conducen a la frustración

12 de diciembre, 2021 | 00.05

Cuando se elige racionalmente la adhesión a una fuerza política normalmente se establecen dos referencias. La primera es la respuesta a la pregunta sobre cuáles son los intereses que realmente defiende la fuerza en cuestión, lo que supone considerar también su comportamiento en la historia. La segunda es el análisis de los medios a través de los cuales dicha fuerza pretende lograr los objetivos que declama.

Por ejemplo, en su discurso del pasado viernes, la Vicepresidenta de la Nación sostuvo que “los peronistas generamos más clase media que nadie”. La razón de esta verdad se encuentra en que el peronismo siempre apostó al desarrollo productivo velando por los intereses de los trabajadores. Sus instrumentos fueron el sostenimiento de una demanda pujante, basada en la participación a los asalariados en los beneficios del crecimiento, y en la obtención de las divisas para financiar la expansión del producto. Cuando falta alguna de estas dos cosas las economías se frenan y la creación de clases medias se detiene. Dicho de otra manera, para el peronismo el mercado interno crece en armonía con el externo y bajo la certeza de que no existe contradicción alguna entre ambos. De nuevo, en el modo de producción capitalista la vía principal para “generar clases medias” consiste en mejorar salarios en un mercado interno que se expande, pero que puede expandirse porque la economía genera al mismo tiempo las divisas necesarias para financiar este crecimiento.

Del ejemplo comienzan a surgir las respuestas a las dos preguntas de referencia iniciales. El peronismo defiende los intereses de los trabajadores. Pero con un detalle: su contexto sociohistórico de emergencia fue el de la post revolución rusa, un tiempo en el que el mundo se definía entre el socialismo y el capitalismo. Desde sus orígenes, la elección del peronismo no fue la profundización de la lucha de clases para avanzar hacia la revolución socialista, sino la búsqueda de una relación armónica entre empresarios y trabajadores que, a nivel planetario, se expresó en la segunda posguerra en la construcción de los Estados de bienestar. El peronismo siempre aspiró a una relación ganar-ganar entre el capital y el trabajo, repartir agrandando la torta al mismo tiempo, no por derrame, y desarrollándose en un marco capitalista, una vía que Juan Perón señaló explícitamente en sus escritos y discursos y que también fue defendida por Néstor y Cristina Kirchner.

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Lo expuesto no es novedad, pero se trae a colación producto del crecimiento, al interior del movimiento, de una suerte de anticapitalismo ramplón que deriva en explicaciones erróneas de procesos económicos fundamentales. El problema es que la mala caracterización de los procesos económicos conduce a una mala formulación de políticas y, en consecuencia, a resultados distintos a los buscados. Dicho de otra manera, los malos diagnósticos generan malas políticas que, a su vez, conducen al fracaso y al desencanto.

Concentrándose en el presente existen dos diagnósticos muy difundidos que demandan ser revisitados. El primero es sobre las causas de la inflación presente, el segundo es sobre la FAE, la formación de activos externos, la mal llamada fuga.

En materia de inflación los cambios en la Secretaría de Comercio Interior tras las PASO fueron una respuesta a la idea de que la alta inflación sería una consecuencia de la existencia de un tipo especial de capitalista malo, el empresario oligopólico, quien aprovecharía la falta de competencia para tener precios más altos. Y no sólo un precio oligopólico más alto, como predice la teoría convencional, sino una suba sostenida de estos precios, como no lo predice ninguna teoría. En la misma línea se encuentra la idea complementaria de que una multitud de empresas más pequeñas en competencia darían lugar a precios menores. Sobre esta idea, por ejemplo, se sustenta la fantasía según la cual la “agricultura familiar” conseguiría precios más bajos. Estas afirmaciones carecen de sustento teórico. Primero, porque el oligopolio es en sí mismo el resultado de la competencia. En el capitalismo las mercancías estandarizadas se producen a gran escala y por eso son más baratas. Lo que se encuentra al final del camino de la competencia es la gran empresa. Y si el precio de la gran empresa oligopólica aumentase constantemente simplemente aparecerían empresas menos eficientes (que producen a menor escala y en consecuencia más caro) a disputarles el mercado.

Una secretaría de comercio interior puede acordar una lista de precios de una canasta de productos durante algún tiempo. También puede vigilar que los precios no se desvíen excesivamente de los costos y señalarlo. Incluso es posible que hasta consiga disminuir el margen de un precio monopólico. Con lo que no puede hacer absolutamente nada es con la inflación, que depende de variables macroeconómicas que no maneja, como la evolución de los precios básicos de la economía (dólar, salarios y tarifas). Quizá pueda servir por un tiempo atribuirle el problema inflacionario a la existencia de un grupo de malvados, pero mientras avanzan las acusaciones el problema que se quiere combatir persistirá.

La segunda idea equivocada, muy difundida, es que no vale la pena hacer esfuerzos exportadores porque todos los dólares que se generan “se van por la canaleta” de la “fuga”. Incluso no faltan los contadores que suman el resultado comercial acumulado de los últimos años para concluir que en realidad la restricción externa no existe y que por el contrario las divisas son abundantes. Los dólares estarían, pero con el detalle de que se los “fugan” (¿están o no están?). Otra vez aparece aquí el anticapitalismo ramplón. Argentina padecería empresarios peores que los de otros países y cuya voluntad sería ganar dinero en el mercado local para llevárselo a otras latitudes. Esta idea, aunque errónea, tiene un componente de verdad: en la economía local los excedentes efectivamente se dolarizan, pero ello, antes que a la maldad empresaria, responde a una conducta capitalista bastante más elemental: intentar no perder dinero. En la historia reciente dejar los excedentes en pesos significó lisa y llanamente perder valor. Dejar el dinero a plazo fijo no le ganó ni a la inflación ni al precio del dólar. En este escenario, dolarizar excedentes es una conducta esperable, no un acto avieso. La que ocurrió fue que la persistencia de la dinámica inflacionaria condujo a la pérdida de la función de reserva de valor de la moneda local y a una economía bimonetaria. Y ello sucedió por la simple lógica de comportamiento de los actores. El fenómeno de la dolarización de los excedentes, la mal llamada “fuga”, es un problema de política monetaria, no de moral o mala conducta.

La síntesis provisoria es que estos malos diagnósticos efectivamente condujeron a malas políticas y en consecuencia a la irresolución de los problemas que se quería combatir. Luego, en el origen de estas ideas predomina un anticapitalismo ramplón que es ajeno a la génesis del movimiento nacional. Finalmente, la economía no habla de moral. El buen hacedor de política tiene otros insumos: las leyes de la ciencia y la lógica de comportamiento de los actores. Antes de volver a asociar oligopolios con inflación o dolarización de excedentes con “fuga”, es recomendable detenerse en los procesos subyacentes, por definición bastante ajenos a la maldad humana.