En las últimas dos semanas ocurrieron dos hechos económicos relevantes. El primero fue el regreso fallido al mercado financiero voluntario, que vía una tasa súper alta dejó en evidencia que la estrategia de refinanciar vencimientos sin contar con reservas de respaldo no funciona. El segundo fue el ajuste de las bandas de flotación cambiarias siguiendo la inflación, una decisión que supone varios reconocimientos.
El primero es que el mercado no está dispuesto a financiar al gobierno a pesar del apoyo formal de Estados Unidos. El segundo podría ser más auspicioso: es el reconocimiento de que resulta económicamente inviable seguir retrasando el tipo de cambio. Es más auspicioso porque si el tipo de cambio se deprecia, si se devalúa el peso, será más fácil comenzar a comprar reservas. Por esta razón el riesgo país volvió a situarse por debajo de los 600 puntos. La señal del mercado coincide con las recomendaciones de los economistas: ambos le dicen al gobierno que tiene que comenzar a comprar reservas.
Sin embargo, no resulta nada fácil prever cuál será la dialéctica entre inflación, tipo de cambio y acumulación de reservas. La predicción teórica es que comprar reservas presiona sobre el tipo de cambio, es decir empuja al alza el precio del dólar por aumento de la demanda de un bien escaso, pero a la vez aumenta también la cantidad de pesos de la economía, los pesos que se usan para comprar los dólares. Cualquiera sea la teoría del observador respecto de las causas de la inflación, de costos o monetaria, comprar reservas es siempre inflacionario.
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Monetaristas de la boca para afuera, en el gobierno sostienen que el exceso de pesos será absorbido por el superávit fiscal. Dado que esto se sostiene al mismo tiempo que se reducen los impuestos, como surge del proyecto de ley que se apresta a sancionar el Congreso de "pérdida de derechos laborales, baja de costos para las grandes empresas y desfinanciamiento previsional", ello supone que se profundizará el ajuste en el Gasto, lo que impulsará a la baja la Demanda agregada, es decir, será recesivo.
La consecuencia general, más allá de la velocidad que adquiera la retroalimentación entre inflación y precio del dólar, será la continuidad de dos procesos, el de la destrucción de la infraestructura pública y de funciones del Estado que hasta no hace mucho se consideraban esenciales, como la educación, la ciencia y la atención de la discapacidad, y el de la destrucción de empresas, a excepción de las vinculadas a los cuatro enclaves de la economía: la energía, la minería emergente, el agro y las finanzas. Todo lo demás seguirá en riesgo.
El balance preliminar es que lo que no destruyó el dólar barato, lo destruirá la recesión. Los datos de 2025 fueron alarmantes, en el agregado la economía creció levemente por la buena performance de sus enclaves, pero al mismo tiempo se destruyeron empresas y, consecuentemente, el empleo. Para la teoría del crecimiento se trata de una verdadera anomalía, en tanto lo normal sería que el crecimiento conviva con el aumento del empleo. Lo que sucede en la práctica, en el mundo de la producción real, es que se está induciendo un cambio estructural, un viraje hacia una economía extractiva en sentido estricto. Dadas las características combinadas del RIGI y de la apertura indiscriminada, no se promueve el desarrollo y la complejización de las cadenas de valor asociadas a los nuevos enclaves elegidos como ganadores por la política oficial. Por el contrario, se desalienta la provisión local, es decir se va en detrimento de la promoción del valor agregado de cualquier tipo, eso que en otros tiempos se llamaba “desindustrialización”.
La paradoja es que los mismos industriales que promovieron y se entusiasmaron con la llegada del mileísmo hoy piden “políticas industriales”. Lo que llama la atención es que lo hacen al mismo tiempo que festejan la profundización del ajuste y el debilitamiento de los derechos y del poder de negociación de los trabajadores, es decir, mientras aplauden la contracción de la demanda interna.
Dicho de otra manera, incluso quienes piden más industria, no están pensando en absoluto en lo que sucede en el mercado interno, algo que debería importarle incluso a cualquier exportador. La conclusión sobre este punto debería ser obvia, pero no lo es: la clase empresaria local vuelve a demostrar que no tienen en la cabeza un proyecto de país, un proyecto. Sus asociaciones hacen lobby para conseguir rebajas impositivas, ventajas sectoriales o para pagar menos salarios, pero no tienen un proyecto de desarrollo de mediano y largo plazo. Si así no fuese, sería incomprensible que hoy le demanden al gobierno “políticas industrales”, algo ajeno a la esencia libertaria.
Dicho en jerga de otras épocas, los empresarios locales persiguen la lógica de querer “ganar en la lucha de clases”, pero no tienen un proyecto de país. Si lo tuviesen estarían preocupados en el deterioro de las infraestructuras de todo tipo, lo que para la economía significará el aumento intertemporal de costos, es decir una pérdida de competitividad sistémica de la economía. También estarían preocupados por la destrucción general de la mano de obra calificada, lo que está implícito en el desfinanciamiento de la educación y de la técnica. Finalmente, también se producirá una retroalimentación entre destrucción del mercado interno y una mayor inseguridad, creer que ello se resolverá solamente con disuasión penal también es cortoplacismo.
La conclusión general es contradictoria, en tanto puede ser un error analítico criticar a los empresarios por comportarse como empresarios.
La verdadera portadora de un proyecto de país no es la clase empresaria, sino la clase política, lo que conduce a otro debate, que no se da aquí, el de la relación entre estas dos clases. Sólo un comentario: en el actual estadio del capitalismo, los países más exitosos son aquellos donde la clase política conduce a la empresaria, como por ejemplo China. Y viceversa.
