Lo importante es la salud, el dinero va y viene. Esta frase que hemos escuchado tantísimas veces ha perdido vigencia desde hace más de tres meses. Porque la plata ha dejado de circular y lo que parece ir y venir es el miedo a enfermar. La posibilidad del contagio. Enfermarnos empieza a estar en la baraja, más allá de que muchos prefieran hacer trampa para evitar la carta del virus.
Quizás, la frase que más me gusta de Freud no está en sus escritos. En 1939, ante la pregunta de un periodista respecto a qué era una persona sana, madura e integrada a la sociedad, el padre del psicoanálisis respondió: “Amigo mío, cualquier persona capaz de amar y trabajar”. Dos cuestiones complicadas en los tiempos del COVID-19. Porque trabajar resulta imposible para quienes no desarrollan tareas esenciales y amar requiere de un esfuerzo que a veces no estamos dispuestos a realizar. Sobre todo, cuando nos damos cuenta, a través de la convivencia 24x7, de que amar resulta un trabajo que ha perdido su dignidad. Cuando descubrimos que la ilusión se desvanece y el tiempo empieza a hacerse tortuoso, y el placer, un recuerdo de otra época.
La cuarentena ha modificado nuestras vidas. Por obvia esta definición no debiera ser pasada por alto. Sabemos que todo lo que no está prohibido, está permitido. Sin embargo, creer que el mundo se ha paralizado puede ser una barrera para detenernos frente a las decisiones que generan temor. Porque en tiempos de incertidumbre pareciera tranquilizadora la idea de que nada cambie.
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Lo que en un pasado no tan lejano parecía un asunto de locos, hoy aparece como una de las demandas más comunes por parte de las personas que sufren los avatares de esta época. Hacer terapia podría incluirse en uno de los derechos humanos de primera necesidad. Sobre todo, si equiparamos la importancia de la salud psíquica con la salud física. No somos cuerpos desalmados y acéfalos. Somos sujetos del deseo y la palabra, que enfermamos cuando perdemos el equilibrio entre lo que queremos, lo que podemos y lo que hacemos. Los psicólogos y las psicólogas que vivimos y trabajamos en las ciudades del país en las que la cuarentena no da tregua, nos venimos preguntando desde hace semanas ¿por qué no estamos incluidos en el grupo de los esenciales? En la terapia virtual, en los encuentros de análisis pantalla a pantalla, sustituimos nuestra praxis habitual por esta que supimos encontrar de la mano de la tecnología. Sin embargo, ya es hora de que los pacientes puedan regresar a los consultorios. A esos espacios en donde intentamos alojar la angustia, a esos lugares en los que los cuerpos, incluso con distancia social, vibran a un mismo ritmo. El compás de la transferencia.
De las conversaciones con colegas, y de mi propia experiencia clínica en estos tres meses de consultorio (virtual), se desprenden algunas viñetas. Modificaré los nombres propios para preservar la identidad de los protagonistas. Algunos pacientes han perdido la paciencia. O al menos, se han encontrado con una pregunta que los interroga, incluso, en estas horas que parecen no terminar de pasar nunca. Lucía se ha dado cuenta de que Alejandro, su pareja, continúa su vida como si nada, y aprovechando que su trabajo está en el “grupo de los esenciales” se borra todo el día, como lo hizo desde siempre, incluso cuando no existía pandemia, ni aislamiento, ni cuarentena. Fernando plantea que su trabajo lo agota. Que su jefe le exige que realice tareas que lo estresan y lo ponen de mal humor, sobre todo porque no sabe cómo decirle que no. Mariana está cursando tercer año de derecho. Sigue “asistiendo” a sus clases por Zoom desde su casa, pero se ha dado cuenta de qué eligió la carrera porque su padre no le dio muchas opciones. “Me engancho leyendo cualquier otra cosa que no sea el código civil. Me aburre el derecho. Estoy a full con la poesía. Nunca pensé que podía ponerme a escribir”. Olga, que había interrumpido las sesiones, se volvió a contactar con su terapeuta planteándole en un audio de whatsapp el asunto concreto a trabajar en los encuentros por venir: “Me quiero separar. No lo aguanto más. Estos días con él en casa, todo el tiempo gritando y exigiendo. Me harté”.
Mientras muchos profesionales hablan de una clínica que encuentra adeptos, pensados más como clientes que como sujetos en conflicto, y ponen las patologías por encima de las personas, prefiero volver al “caso por caso”, a ese costado singular que nos diferencia de los demás. La otra noche escuchaba a un colega decir “Hipocondría y Neurosis Obsesiva tienen todos los números para sufrir la pandemia de un modo insoportable”. Sin embargo, el padecimiento va más allá de las estructuras y de las leyes del mercado. Sufrir es darse cuenta de que las cosas no son como las habíamos soñado, alguna vez, hace mucho tiempo, o lo que es peor, puede ser la manera de despertarnos de muchos años sin habernos puesto a pensar en ese modo automático de vivir corriendo de nuestra agenda la posibilidad de elegir. Lo esencial empieza a ser visible cuando abrimos los ojos. Y quienes escuchamos el padecimiento, el deseo, la duda y la culpa, quienes trabajamos para alojar la angustia de los pacientes, somos esenciales. Tan esenciales como los médicos y todos los profesionales que trabajan en el sistema de salud. Porque la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social (OMS, 1946). Porque la capacidad de amar y trabajar debería ser un derecho universal. Y porque después de todo, cuando la pandemia pase, la posibilidad de transformarnos en otros, sin dejar de ser nosotros mismos, será una de las asignaturas pendientes que nos habrá dejado la cuarentena.
*Edgardo Kawior es Licenciado en Psicología, Psicoanalista y Productor. Autor de “El enigma de la verdad” (Letra Viva). Redes sociales: Instagram y Twitter.
**La ilustración de portada es de RO FERRER.