La cita era a las cinco de la tarde, para acompañar y defender a los jubilados. Cuarenta y cinco minutos antes, una mujer de 87 años cayó al asfalto derribada por el golpe en la cabeza que le asestó un policía completamente pertrechado; inmediatamente se perdió entre el pelotón. Beatriz Blanco cayó en el suelo, su cabeza sangró sobre el asfalto, las cámaras lo transmitieron en directo. Esa brutalidad, esa provocación, esa crueldad sin más sentido que agitar el ánimo de la manifestación que empezaba a congregarse en torno al Palacio Legislativo fue el inicio de la violencia programada por el aparato represivo del Estado, al mando de Patricia Bullrich que hoy se cuenta en la mayoría de los medios de comunicación de largo alcance como “violencia de los dos lados”. ¿No suena casi a que ayer hubo dos demonios en las inmediaciones del Congreso?
El apoyo a jubilados y jubiladas que vienen manifestándose cada miércoles desde hace meses, denunciando el ajuste sobre sus magros ingresos, la quita de medicamentos del vademécum del Pami, y los golpes y gases que sufren todas las semanas surgió esta vez desde las hinchadas de los clubes de fútbol. Una alianza insólita que se expresó con calidez en las redes sociales, se esparció velozmente entre camisetas de distintos colores, de distintos territorios. El sentido común de su llamado fue y es tan orgánico, tan obvio, tan urgente que era imposible no plegarse: ¿Cómo no vas a defender a los jubilados? ¿Cómo no vas a estar del lado de las jubiladas que pelean contra la policía?


La batalla de la que hablan los medios hegemónicos como Clarín o La Nación, con todas sus pantallas y plataformas, entre “barras bravas y militantes contra la policía”, no es tal; en todo caso, si hubo alguna, fue el gobierno el que salió a librar una guerra por no perder su hegemonía sobre el sentido común que quiere instalar y que viene debilitándose cada vez más.
Ya no pueden hablar de “casta” tan livianamente como al principio porque es obvio que manejan el Congreso a fuerza de sobornos o de un goteo de recursos a las provincias. El 1F, en la marcha antifacista y antirracista, en todo el país se le quitó la pátina de normalidad a la agresión contra las personas LGBTIQ+ y feministas; la calle fue la expresión del sentido de lo común que este país no quiere perder, esos consensos construidos durante años, la convivencia pacífica en la diversidad. El criptogate, la estafa que promocionó el presidente, instaló la sospecha sobre las coimas que cobraría Karina Milei para autorizar una foto o una reunión con su hermano presidente. Es creíble para las mayorías, lo mostraron las encuestas, se hizo sentido común. ¿Y qué clase de chiste es el video que posteó el presidente en el que aparece como un mago firmando un acuerdo con el FMI para “destruir a la casta política”? Ahí aparece también un Luis Caputo rubio caminando como un héroe. En la memoria popular el FMI es lo que es, memoria del saqueo organizado desde la casta política y Caputo es reiterante en la materia.
A las cuatro y media de la tarde, ayer, los subtes de la línea A que van a Congreso estaban repletos, se veían los colores de los equipos de fútbol, banderas y carteles caseros, grupos de amigos o de amigas que acompañaban a personas mayores. El bullicio en los medios de transporte es siempre un termómetro de las manifestaciones que desbordan a los sectores encuadrados de manera formal en una organización política. En los subtes se puede leer cuando asiste “gente suelta” como se suele llamar a quienes se autoconvocan sin abandonar el hecho político. Por eso el subte A se cerró desde Plaza de Mayo hasta Plaza Miserere antes de las cinco de la tarde, para evitar ese desborde que de todos modos se produjo.
A las cinco y cuarto, quince minutos después de la hora de la convocatoria de las hinchadas y de organizaciones antifascistas, transfeministas, de centros culturales, asambleas barriales y un largo etcétera de tramas sociales, el aire cerca del Congreso era irrespirable. Los cartuchos disparados por las escopetas lanza-gases que estaban prohibidas hasta diciembre del 2023, como denunció el Cels, caían entre la gente que tuvo que retroceder perseguida también por las motos policiales. Se compartía el óleo calcáreo o la leche sobre la cara para limpiar el ardor. Un joven con la camiseta de Racing le pidió a esta cronista un pañuelo de papel para secarse las lágrimas involuntarias, “Dios la bendiga”, dijo el pibe controlando el miedo. Detrás de ese retroceso, antes de que lleguen las motos que disparaban balas de goma o gases, se cruzaron dos tachos de basura sobre la calle. El repliegue tuvo más tiempo para no atropellarse. Fue un gesto defensivo frente a la agresión desenfrenada contra grupos, en esa esquina de Paraná y Rivadavia, independientes.
Hoy Patricia Bullrich habló de un intento de golpe de Estado y lo justificó diciendo “tenemos detenidos con armas, con armas blancas, con clavos miguelitos”. Podría parecer un chiste si no lo estuviera diciendo una ministra de la Nación. Las provocaciones fueron constantes. En la cuadra siguiente, en Paraná y Bartolomé Mitre, una moto policial quiso arrancar atropellando a la multitud, la multitud la frenó. Hubo mujeres que hicieron de freno para que la rabia contra la violencia desplegada por las fuerzas de seguridad no se descargara contra uno solo. La violencia no fue de los dos lados.
Este gobierno, como dijo María Esperanza Casullo entrevistada por El Destape la semana pasada, busca insuflar violencia en la sociedad y así difumina las agresiones contra las personas Lgbtiq+, por ejemplo. Se hizo evidente en el lesbicidio múltiple de Barracas, en mayo de 2024, las agresiones no se han detenido. Demonizar a distintos grupos, hablar de militantes como si fuera una mala palabra, decir que los homosexuales son pedófilos como hizo el presidente Milei en Davos, mandar a temblar a los zurdos como publicó el mismo presidente días antes de ese discurso es el intento de sentar como sentido común que hay grupos o identidades, peligrosas, descartables, aniquilables. El fascismo de esta época al que la sociedad resiste, aunque sigue encontrando adeptos.
Sin embargo, la convocatoria del miércoles 12 a defender la lucha -y la integridad frente a la represión- de jubilados y jubiladas, esparce otra cosa muy distinta de la violencia: ese sentido de lo común que merece ser defendido. Ese lazo social que apareció en la calle el 1F, empático, solidario, comprometido. Eso mismo que se ve en la ayuda espontánea que se envía por todos los medios posibles a Bahía Blanca y que se junta, entre otros lugares, también en clubes de fútbol. Es a eso a lo que más miedo le tiene este gobierno y por eso, como dijo Bullrich en su conferencia de prensa, atacaron a la movilización incluso antes de que la manifestación pudiera terminar de congregarse. No pudieron evitar los cacerolazos en cualquier esquina, también en distintas ciudades del país. En Rivadavia y Alberdi, unas cien personas recibieron a una bandada de niños y niñas que llegaban con sus mamás: “Los abuelos, los abuelos”, gritaban entre el estruendo de los cacharros. Esa claridad de lo común no la pueden barrer con represión.
Lo que queda ahora, en el día después, es una batalla, sí. Una batalla discursiva que juegan también los grandes medios aliados de este gobierno y pretenden justificar lo injustificable: que un trabajador de prensa independiente esté luchando por su vida porque le dispararon a la cabeza con una escopeta lanza gases cuyo uso está prohibido en gran parte del mundo democrático y que ahí se volvieron a habilitar con la llegada de Milei al gobierno. Que un niño de 12 y otro de 14 que salían de la escuela estuvieran horas con las muñecas atadas con precintos sin que la policía que los detuvo se comunique con sus familias. Que se persiga la protesta social como si fuera un crimen y no un derecho ganado en los 40 años de democracia que siguieron a la más cruel dictadura militar. Esa batalla narrativa, el derecho del pueblo a defenderse del autoritarismo y la violencia descontrolada de un gobierno que le quita todo valor a la verdad, es la que se está jugando ahora. En definitiva, una disputa entre el autoritarismo fascistoide y la democracia.