Esos fenómenos ópticos que consisten, principalmente, en la percepción de objetos alejados en forma de imágenes estables, simples o múltiples, derechas o invertidas, agrandadas o reducidas en sentido vertical, sirven para imaginarnos en otros campos, y en la política particularmente, las distorsiones ilusorias que con frecuencia nos confunden impidiendo tomar cuenta de lo que realmente acontece.
La desmesura es la estrategia
Es difícil de creer los exabruptos que forman parte del lenguaje cotidiano de los libertarios, más aún que no se limite a sus adeptos -reales o trolls- sino que apelen a ellos funcionarios, legisladores y hasta el mismo primer mandatario que, en forma directa -discursos, entrevistas o declaraciones- y al celebrar los emitidos por sus acólitos, convalida sino promueve ese estilo comunicacional que instalara en sus actos de campaña pasando luego de asumir la presidencia a naturalizarlos como jerga oficial.
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La deriva de insultos, descalificaciones, apelativos ofensivos y discriminatorios van abonando un discurso de odio que en sí mismo es violento, pero que conlleva a otras muchas violencias institucionales e interpersonales que, a su vez, son aptas para que se proyecten no sólo como violencias simbólicas sino físicas de intensidades diversas como se han constatado en múltiples casos.
Más allá de lo repudiable que resulta, obtura todo debate de ideas que es propio e imprescindible en democracia, en tanto se erige en un absolutismo fundado en consignas, estigmatizaciones y reduccionismos insustanciales que impiden todo acto reflexivo en torno del sentido, razón o sinrazón de los postulados que, supuestamente, encarnan.
La libertad de expresión de ningún modo ampara esa clase de manifestaciones, muy por el contrario, suponen la negación misma de aquélla y una clara muestra totalitaria que se sustenta en un pretendido pensamiento único que rechaza toda disidencia, incluso dentro de sus propias filas, y con mayor virulencia lo antagónico, diverso o plural.
Los excesos verbales -con frecuencia, insultos lisa y llanamente- no agotan la desmesura que caracteriza a la política del oficialismo, sino que constituyen su faz más visible e indisimulable que consiste en una táctica para empobrecer el diálogo y la convivencia comunitaria, banalizar principios y valores, en procura de enseñorear una cultura del sometimiento, del individualismo egoísta y del desinterés por la otredad.
La falta de todo límite que distingue al gobierno es una práctica que además exhiben con orgullo, no se trata sólo de la declamada destrucción del Estado -social o de bienestar- sino de las bases de la República y de sus instituciones, de la legalidad, del respeto y del regular funcionamiento de los Poderes del Estado desactivando al Congreso (del que prescinden), de la Justicia (que manipulean) y del propio Ejecutivo que ejercen con absoluta arbitrariedad sin apego a expresos condicionamientos constitucionales.
La desconfianza desconcierta
Las frustraciones generadas por una democracia insatisfactoria, que no causalmente viene registrándose en otros tantos países de la región y de Occidente, ha dado paso a aventuras -y aventureros- de la “apolítica” que no representa otra cosa que una política de las clases dominantes de marcado signo autoritario y que, hipócritamente, apela a las “libertades” para finalmente negarlas en todo ámbito que no sea el de sus negocios y del enaltecido “Mercado” cuyo control detentan.
La desconfianza de la ciudadanía en las dirigencias partidarias y de las organizaciones de la sociedad civil, fomentada por los medios de comunicación que responden a los mismos centros de poder, también se explica por defecciones y desencantos inocultables que contradicen las doctrinas e idearios que legitiman las respectivas representaciones.
La sensación de abatimiento colectivo es campo fértil para el aislamiento y desechar cualquier solución que no sea la que individualmente pueda cada uno proveerse, a pesar de que las experiencias sociales desmienten esas fórmulas salvadoras y, a poco que se repase la historia, se advierte que los avances de la sociedad y las conquistas de derechos para la mayoría de la población siempre han resultado de esfuerzos mancomunados y luchas de conjunto.
Sin embargo, el desconcierto acompaña al desaliento y promueve el desinterés, que es donde se asientan políticas antipopulares y antinacionales como las que hoy viene llevando a cabo el gobierno nacional valiéndose, justamente, de la metodología que Milei decía venir a combatir y que le atribuía a la denostada “casta”.
Cortando el hilo por lo más delgado
Es en ese contexto donde se agitan “éxitos” de gestión con particular alusión a la macroeconomía, la contención de determinadas variables y un aducido “plan maestro” de estabilización que se presenta como único en más de un siglo en la Argentina.
Muchas de las cifras, estadísticas y logros son puramente retóricos, en tanto también se ponga el ojo en lo que se omite en el escenario actual de la Economía. Ese ilusionismo discursivo se profundiza si junto a la “macro” prestamos atención a la “micro”, a lo que le ocurre en el día a día a los habitantes de nuestro país, incluso en las localidades más opulentas o en los distritos en los que -al impulso de la primarización y el extractivismo que se promueve como modelo de desarrollo- se contabilizan los mayores márgenes netos de rentabilidad e inversión, sin que de ello derrame nada de las copas con que brindan esos operadores del Mercado.
Las apariencias modernizadoras y novedosas forman parte de esas mismas “alucinaciones” que, a fuerza de insistencia en la reiteración de datos falsos y relatos historicistas claramente distorsivos, nos sumen en un estado de obnubilación que pareciera aletargarnos al punto de prescindir de todo recurso a la memoria, no sólo de lo que está a nuestro alcance indagar sino de las propias vivencias personales y familiares.
El mentado novedoso Plan consiste en una repetición de Programas de cuño neoliberal que, con similares instrumentos e intensidad diversa, se han verificado una y otra vez en nuestro país colmando de penurias a la población, desarticulando el aparato productivo e impidiendo todo desarrollo soberano, traduciéndose en una fabulosa transferencia de ingresos en favor del Capital -local y transnacional- desde los sectores del Trabajo.
En cuanto a lo que cabe esperar de su consolidación, tanto las experiencias recogidas en cada uno de esos ciclos de expoliación como una simple mirada a lo que sucede en derredor nuestro en la actualidad, desmienten toda esperanza colectiva, aún, apelando a cristales refractarios de lo evidente.
Las escandalosas cifras y porcentajes de ganancias desde diciembre de 2023 en sectores donde campean menos de cien empresas ultra concentradas, confrontan con índices de pobreza e indigencia sin precedentes, con la abrupta caída de los ingresos (notoriamente en cuanto a los salarios), con las restricciones y correlativas mermas del consumo de bienes esenciales, con las dificultades -cuando no imposibilidades- para el acceso a la vivienda, a los medicamentos, a la salud, educación y empleo.
Nada novedoso resulta ese panorama ni los métodos para sostener ese tipo de ajustes brutales y el empoderamiento elefantiásico de las elites, que se sustentan en el recorte de derechos, el cercenamiento de libertades fundamentales, el hostigamiento de quienes reclaman y la represión a toda protesta o resistencia a esas políticas.
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Cuando parece que no hay alternativa
La resignación ante lo que se nos presenta como insuperable, el acostumbramiento al acallamiento de toda voz disidente y a las descalificaciones groseras que alimentan el negacionismo, el embotamiento generado por cínicos discursos oficiales que celebran las desgraciadas circunstancias que imponen las medidas que sintetizan en “más motosierra y licuadora”, parecen conducir a alguna de dos conclusiones.
Una, que estamos ante una nueva era en la que hay que olvidarse de cuanto conocíamos, especialmente de las instancias institucionales con bases democráticas y de conquistas sustentadas en la justicia social.
Otra, que los efectos shockeantes de estas políticas no permiten todavía acciones para confrontarlas, por lo que no es tiempo para dar la lucha y es preciso hacer un compás de espera hasta que los efectos devastadores calen hondo en la población ofreciendo condiciones objetivas que lo tornen posible.
Ambas llevarían a una parálisis que es, en definitiva, parte sustancial de la estrategia pergeñada desde el oficialismo, más exactamente de los poderes fácticos que hoy dominan al gobierno y diseñan un Estado inerte, procurando la consolidación final de un régimen totalitario sin vestigios ni chances de una democracia social republicana.
Las respuestas alternativas existen y su construcción no admite postergaciones, ya que los riesgos que se ciernen sobre la Nación y el Pueblo son mayúsculos tanto como los daños -ocasionados y previsibles- pueden ser irreparables en lapsos razonables para la vida humana.
Es preciso, entonces, recuperar la confianza y la credibilidad en las instituciones, misión que compete primariamente a las dirigencias. Lo que supone, junto a renovaciones de sus cuadros, una mayor sintonía con las demandas ciudadanas y, sin abandonar valores doctrinarios -al contrario, recuperándolos y fortaleciéndolos-, elaborar agendas propositivas que den cuenta de la efectiva atención al clamor popular y la factibilidad de un cambio de timón capaz de dotar de un mayor equilibrio en la correlación de fuerzas.
Es hora de reencontrarnos con los otros en causas comunes en las que tienen cabida lo plural y lo diverso, de desechar el individualismo extremo que se nos propone, en no quedarnos en el martilleo mediático y darnos tiempo de reflexionar -siquiera- en que ha resultado para las mayorías de las políticas neoliberales. Es hora, en fin, de abandonar espejismos inconducentes.