Empleo desprotegido y menos derechos: la nueva normalidad del trabajo en Argentina que no queremos naturalizar

18 de marzo, 2025 | 23.54
Empleo desprotegido y menos derechos: la nueva normalidad del trabajo en Argentina que no queremos naturalizar Empleo desprotegido y menos derechos: la nueva normalidad del trabajo en Argentina que no queremos naturalizar

La realidad argentina tiene una complejidad que a veces requiere mayor profundidad en los datos existentes, así cobra relevancia un nuevo instrumento estadístico que permite asomarse a la verdadera anatomía del trabajo en la Argentina actual. El Indicador de Trabajo Desprotegido, desarrollado por el Instituto Argentina Grande (IAG), surge como una herramienta clave para comprender el deterioro silencioso de las condiciones laborales, un proceso que no se traduce necesariamente en mayores niveles de desempleo, pero sí en una creciente pérdida de derechos, estabilidad e ingresos reales para quienes logran sostenerse en la actividad.

Para realizar el indicador se utilizaron los datos de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH). Se buscó complejizar la clasificación que realiza el INDEC de los ocupados, y que contempla su condición ocupacional (cuentapropistas, asalariados, patrón y trabajadores familiares sin remuneración) y, para el caso de los trabajadores en relación de dependencia, si son, o no, formales (de acuerdo con si tienen aportes jubilatorios). Esta clasificación no alcanza a captar con nitidez las transformaciones del mercado laboral postpandemia. Por eso, el IAG propuso un abordaje más fino: la elaboración de un indicador que combine dimensiones de formalidad, estabilidad, capital productivo, calificación, antigüedad y estructura organizativa. Bajo este nuevo prisma, los ocupados se agrupan en tres grandes universos: empleo público, trabajo privado protegido y trabajo privado desprotegido.

Como detalla el último informe de IAG sobre trabajo desprotegido, este último grupo —el de los desprotegidos, que surge del indicador— incluye a asalariados no registrados y con poca estabilidad en su trabajo (los informales solo son considerados “protegidos” si tienen 10 años o más de antigüedad en su empresa o si son profesionales con más de un año de antigüedad), pero también, por ejemplo, cuentapropistas no profesionales, que no tienen maquinaria propia.

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Según los datos del tercer trimestre de 2024, el 43,9% de los ocupados se encuentra en esta situación. En contraste, el 38,6% pertenece al sector privado protegido, y apenas el 17,5% accede a empleo público. Es decir que, por cada 100 trabajadores, casi 44 están desprotegidos, y solo 38 tienen empleo privado con condiciones protegidas. Así, hay más de 5 millones de personas en nuestro país que tienen trabajos desprotegidos: sin aportes, sin estabilidad, sin maquinaria o capital propio para emprender y sin calificación. Estos son los primeros afectados en un escenario de recesión económica, señala el informe realizado por el IAG.

La serie histórica muestra que hasta 2020 existía un equilibrio entre los trabajadores protegidos y los desprotegidos en el ámbito privado. No es que la precariedad no existiera antes —de hecho, era estructural—, pero la proporción entre empleos privados de calidad y precarios tendía a mantenerse estable. Ese frágil equilibrio se rompe con la pandemia. Desde entonces, no se registra una reversión ni una recomposición significativa: el empleo desprotegido se consolida como parte estructural del mercado laboral, y los indicadores de calidad retroceden, especialmente en ciertos grupos etarios y de género.

Durante el gobierno de Javier Milei, en el último año, la tendencia se agravó: la tasa de desprotección laboral subió del 42,2% al 43,9%, lo que equivale a 211.000 personas más en condiciones precarias, mientras que el empleo privado estable cayó del 39% al 38,6%, con una pérdida de 58.900 puestos de trabajo de calidad. Si se compara con el segundo trimestre de este mismo año, también se observa un deterioro: 59.000 trabajadores adicionales se sumaron al universo de la desprotección.

Fuente: Elaboración equipo técnico IAG a partir de los microdatos de la EPH.

El análisis desagregado confirma que esta precariedad no se reparte de manera similar entre varones y mujeres, ni entre grupos etarios. Las mujeres jóvenes (entre 14 y 26 años) son el grupo más afectado. Entre 2023 y 2024, su tasa de desprotección aumentó del 58% al 64%, una suba de seis puntos porcentuales que representa un golpe demoledor para una franja etaria que ya sufría altos niveles de exclusión. Lo mismo ocurre con las mujeres entre 27 y 35 años, entra las cuales la tasa de desprotección subió 5 puntos porcentuales, llegando al 43%, y con las mujeres mayores de 66 años o más, cuya tasa llega al 61,5%, muy por encima de sus pares varones (49,3%).

En términos absolutos, la juventud (14 a 35 años) perdió 220.000 empleos de calidad en un año. Las mujeres jóvenes perdieron el 12% de sus puestos protegidos, tanto en el ámbito público como en el privado. Los varones, un 5%, concentrado casi exclusivamente en el sector estatal. Además, ciertos sectores —como actividades administrativas, inmobiliarias, industria manufacturera y servicios en hogares— registraron caídas de entre el 20% y el 30% en el empleo protegido femenino. En la industria, por ejemplo, las mujeres perdieron el doble de empleos protegidos que los hombres.

A esto se suma una dinámica silenciosa pero cada vez más extendida: la incorporación forzada de personas en edad jubilatoria al mercado laboral informal. Son personas mayores que, ante el deterioro de sus ingresos previsionales, se ven obligados a tomar trabajos precarios para subsistir. El hecho de que este fenómeno no se refleje en las tasas de desempleo, sino en el aumento de la ocupación desprotegida, revela la utilidad del indicador propuesto: la precarización avanza por dentro de la actividad, no por fuera.

El indicador de trabajo desprotegido permite leer este proceso de modo más profundo. No estamos ante un fenómeno coyuntural ni ante una "mala racha" del empleo: se trata de una transformación estructural del mercado de trabajo argentino, en la que el acceso a condiciones dignas se vuelve cada vez más restrictivo. En este contexto, la tasa de desempleo deja de ser un termómetro eficaz: con un mercado laboral fragmentado y heterogéneo, lo relevante ya no es solo quién trabaja, sino cómo lo hace, bajo qué condiciones y con qué estabilidad.

El modelo económico vigente —aunque no sea nombrado explícitamente— opera como catalizador de este proceso. La primacía de la renta financiera, que es el modelo propuesto por la actual gestión nacional, el achicamiento del Estado, el desmantelamiento de los programas sociales y el retiro de regulaciones al mercado no producen una mayor libertad para el trabajo, sino una mayor desprotección. En este escenario, el trabajo deja de ser un derecho, y un espacio de desarrollo social y personal, para convertirse en una mercancía desechable y una actividad de auto explotación. Ya lo dijo el presidente en una de sus tantas apariciones mediáticas: “también pueden elegir morirse de hambre”. Que la mayoría de las nuevas ocupaciones se generen sin protección ni estabilidad no es una anomalía de este programa económico: es su resultado previsible.

Quienes dicen defender la cultura del trabajo no están más que alimentando su destrucción. Para que el trabajo resulte un ordenador, tiene que ser también un espacio de crecimiento y protección para las personas. Es imposible que esto ocurra en un país donde la actividad está cada vez más fragmentada y precarizada. En este sentido, la reforma laboral contenida en la Ley Bases está muy lejos de resolver los problemas identificados en este estudio. Así como la creación de empleo genuino no se resuelve con triplicar el costo de una indemnización, mucho menos va a resolverse por disminuirlo.

Sostener que el problema se resuelve con este tipo de medidas que parecen dirigidas exclusivamente a hacer demagogia empresarial, supone que el problema es meramente legal y no que es un fenómeno complejo que responde, entre otras cosas, a la volatilidad macroeconómica, a la productividad industrial, al crecimiento del país y al dinamismo de algunas ramas productivas en particular. Es la contracara de creer que la desprotección laboral existe sólo porque hay un empleador que se niega a cumplir con sus aportes por mala voluntad y no por un problema de crecimiento estructural que genere puestos de trabajo de calidad.

Por todo lo cual, resulta fundamental salir de posiciones dogmáticas para pensar soluciones reales con la puesta en juego de reformas que permitan revertir la tendencia que la precarización viene tomando en nuestro país.

Frente a este escenario, el indicador de trabajo desprotegido (del IAG) no solo cumple una función técnica. También ofrece una mirada crítica, indispensable para pensar políticas públicas que recuperen el sentido del trabajo como organizador social, fuente de ciudadanía y garantía de bienestar. Mientras tanto, los datos son claros: el empleo crece, pero lo hace en malas condiciones y cada punto que avanza la desprotección es un retroceso en los derechos.

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Candelaria Rueda

Investigadora del Instituto Argentina Grande.