Caminar hoy por la Plaza Primero de Mayo, en el barrio de Balvanera, no da ninguna pista de lo que esconde bajo su suelo. Árboles, senderos y monumentos conviven con una historia poco conocida y profundamente ligada a la Buenos Aires del siglo XIX: durante décadas, ese espacio funcionó como un cementerio para quienes no profesaban la religión católica. Y hoy en día, miles de cuerpos siguen debajo de esas tierras.
En aquella época, morir siendo “disidente”, nombre que se les daba a los protestantes, judíos y otros no católicos, implicaba no tener derecho a sepultura en los cementerios consagrados. La ciudad, todavía marcada por una fuerte impronta religiosa, no ofrecía alternativas formales para esos entierros. Muchos cuerpos eran enterrados de manera clandestina en las barrancas del Río de la Plata, a la altura de Retiro, o accedían a excepciones solo si contaban con vínculos influyentes.
La situación comenzó a cambiar a partir de 1821, cuando la comunidad protestante solicitó al gobernador Martín Rodríguez un espacio propio. Ese mismo año, el gobierno provincial autorizó a la llamada Corporación del Cementerio Inglés a adquirir un terreno lindero a la Iglesia del Socorro, en la zona de Juncal y Suipacha.
Así nació el primer Cementerio de Disidentes, conocido como “Del Socorro”, con una capacidad limitada y apenas 178 sepulturas. Allí fueron enterradas figuras históricas como Elisa Brown, hija del almirante Guillermo Brown, y su esposa Elizabeth Chitty. Sin embargo, el crecimiento de la población y la oposición de los vecinos hicieron que el lugar quedara rápidamente colapsado.
El cementerio que terminó siendo plaza
En 1833, con Juan Manuel de Rosas en el poder, se autorizó la compra de un nuevo predio más alejado del centro, delimitado por las actuales calles Hipólito Yrigoyen, Alsina, Pasco y Pichincha. Allí se inauguró el segundo Cementerio de Disidentes, conocido como “Victoria”.
El espacio fue compartido por distintas comunidades: la inglesa ocupó más de la mitad del terreno, mientras que los alemanes y los norteamericanos se repartieron sectores específicos. Con el paso del tiempo, el cementerio volvió a quedar chico y, hacia fines del siglo XIX, se decidió su cierre definitivo. La última sepultura se realizó en 1892, antes de que los entierros fueran trasladados al Cementerio de la Chacarita.
No todos los cuerpos fueron removidos. Muchas familias no pudieron afrontar los costos del traslado o no dieron su autorización. Como consecuencia, miles de restos humanos quedaron bajo tierra.
En 1925, una ordenanza municipal transformó oficialmente el antiguo cementerio en plaza pública. Tres años más tarde, el espacio fue inaugurado con su nombre actual y con la presencia de autoridades nacionales. En ese acto se presentó el imponente Monumento al Trabajo, una obra que simboliza el esfuerzo obrero y que se convirtió en el emblema del lugar.
Décadas después, en 1951, se sumó el Mástil Monumento a la Patria, donado por la comunidad israelita como homenaje a la Nación. La plaza terminó así de consolidarse como espacio cívico, aunque su pasado funerario nunca desapareció del todo.
Restos bajo tierra que siguen contando historia
En 2006, durante trabajos realizados en el subsuelo, se identificaron numerosos restos fúnebres que confirmaron lo que la historia ya sugería: gran parte del antiguo cementerio nunca fue exhumado por completo. La plaza, entonces, no solo es un espacio verde, sino también un sitio cargado de memoria.
